El día que nació Mateo Pelacio, todos en el pueblo fueron a dar el pésame a la familia, convencidos de que los tristes alaridos que emanaban de la casa no podían significar otra cosa que la muerte del pequeño. Según supieron poco más tarde, era peor que eso: el niño había nacido sin alma. Tal fue el veredicto que emitió Dolores, la voluminosa sirvienta de la casa, cuando recibió a Mateo todavía sucio, pero con los ojos bien abiertos, la expresión serena y sin la más mínima intención de romper en llanto.
En aquella mirada tan fría y tan azul que le dedicaba el pequeño, Dolores encontró la fatalidad que sus cartas y sus artes de bruja venían augurando para la familia Pelacio, desde que se anunció la llegada del primer hijo. “Este niño está vacío”, se limitó a decir la gran Dolores, con su voz ronca, grave y directa que infundía respeto, pero sobre todo miedo entre sus creyentes.
Los desesperados gritos de los padres ante el cruel veredicto se hicieron sentir hasta en los límites del pueblo, cuatro o cinco casas a la redonda, e incluso los perros de nadie vinieron a ver qué pasaba. Entre la multitud, no hubo uno solo que se atreviera a dudar del diagnóstico sin precedentes de Dolores, porque la mujer jamás había errado en sus adivinaciones. La inundación, la plaga de saltamontes y la muerte de los chanchos… Todo lo había presagiado con asombrosa exactitud.
Así, Mateo creció solo, perdido en un mundo donde no había nadie más que él. A los ocho años empezó a sospechar que algo raro podía estar ocurriéndole, cuando veía que crecían su cuerpo y su mente, pero que le quedaba algo vacío adentro. “Es como una sensación rara, justo acá”, solía decirle a su madre, señalándose el pecho. Y ella, con la tristeza escondida bajo las arrugas de la angustia acumulada, respondía que no había que darle importancia. “Seguro es una gripe”, mentía, entrenada por los años.
Mateo supo por completo la verdad no mucho tiempo después. La gran Dolores se lo confesó en su lecho de muerte, postrada por su gordura descomunal y sus incontables padecimientos sanguíneos, que la habían dejado casi ciega y con el carácter de una leona enjaulada. “Nunca podrás querer a nadie; ni siquiera a ti mismo”, balbuceó poco antes de exhalar el último suspiro.
Esas palabras cobraron significado para Mateo una tarde anaranjada y fresca de otoño, cuando miraba los últimos rastros del sol hundiéndose en el mar, y los rayos de luz entremezclándose con las nubes algodonadas. La belleza perturbadora de la escena le resultaba incomprensible. Sabía cuán hermoso era todo lo que estaba presenciando, pero no podía sentirlo ni disfrutarlo. Miró hacia ambos lados, y sólo vio el vacío. Entonces se supo más solo que nunca, y entendió que todo lo que decían era cierto: jamás podría sentir algo por nadie ni nada, porque él no sentía: simplemente pensaba.
Respiró profundo, tratando de aliviar la sensación rara en su pecho con el aire fresco. Fantaseó con la posibilidad de que ese viento suave y salado viniera de algún lugar lejano y maravilloso, al otro lado del mar, donde los niños sin alma también podían sentir, querer y aspirar a eso que todos en el pueblo llamaban “felicidad”. Esa idea lo consoló por un instante, y a partir de entonces encontró en aquel lugar un alivio momentáneo para la incesante tortura de sus pensamientos.
Con el transcurrir de los años, Mateo parecía volverse más y más consciente de su realidad; la frialdad azul de su propia mirada ya le producía escalofríos cuando se veía obligado a utilizar un espejo. El abrumador conocimiento de su existencia increíble, de saberse un ser extraño y único en el mundo, no le daba tregua y lo perseguía durante todo el día.
Y el tormento pronto se extendió también a las noches, quitándole los sueños y el descanso, para reemplazarlos con complicados cuestionamientos existenciales que no tenían cabida en aquel pueblo tan pequeño, donde el mayor problema consistía en la ausencia de una nueva bruja que los previniera sobre futuras tragedias. Los vecinos lo evitaban a toda costa, porque sabían que el niño sin alma hacía preguntas extrañas e incómodas sobre la vida, para las cuales nadie conocía las respuestas.
Mateo comenzó a envejecer antes de tiempo. Desde la muerte de la gran Dolores, apenas había logrado dormir unos pocos minutos al día, y muchos ya se preguntaban cómo era posible que una persona todavía siguiera viva en esas condiciones y con semejante rareza, que sin duda no era obra de Dios. Cuando transcurrían varios días sin que se lo viera caminando en dirección a la playa, desde donde contemplaba el atardecer, algunos vecinos se acercaban a dar el pésame a la familia Pelacio, especulando con que tal vez el Altísimo ya se había apiadado de ellos y se había llevado de este mundo a esa criatura que les daba miedo y los hacía dudar hasta de su propia fe.
Pero no. El niño sin alma pronto aparecía de nuevo. Siempre solo. Siempre en dirección a la playa, donde encontraba el alivio de sus fantasías. Y fue allí precisamente donde se lo vio por última vez. Era una de esas tardes anaranjadas, con nubes de algodón. Según cuentan, aquel día Mateo se detuvo un momento en la orilla para llenarse con el aire suave, fresco y salado que venía del otro lado.
Se quitó los zapatos, caminó hacia el agua, más y más adentro, y comenzó a nadar cada vez más aprisa en dirección opuesta al viento que venía desde el mar. Nadie sabe si alguna vez llegó a ese lugar lejano y maravilloso donde los niños sin alma también podían sentir, querer y ser felices. Pero todavía hoy en el pueblo hay quienes aseguran haber visto que, poco antes de que desapareciera para siempre nadando hacia el horizonte, Mateo sonreía, por primera vez en su vida.
—-
Este cuento obtuvo en 2005 el primer premio en el Primer Concurso de Cuentos organizado por la Asociación de Afiliados a Previsión.