Su caminar era lento y torpe, incluso demasiado para alguien de su edad. Su espalda había adoptado la forma de una pronunciada curva que le empujaba la cabeza hacia abajo. Siempre brillantes, dos diminutos ojos negros se perdían dentro de un mar de arrugas. En los labios finos y agrietados, una simpática e inalterable sonrisa. Sí, “Chiquito”, como le decían todos, siempre sonreía, a todo y a todos. Cuando no tenía dinero, sonreía. Cuando tropezaba en la calle, sonreía. Cuando su esposa lo regañaba, él sonreía.
Chiquito era feliz. Mucho más que cualquier otro. “Porque tengo buenos recuerdos de mi vida”, respondía él cuando alguien le preguntaba el motivo de su risa. “Están todos acá”, decía mientras se daba unas palmaditas en la cabeza.
Pero no era a la mente a lo que Chiquito se refería. Los recuerdos no estaban en su cabeza, sino en la boina que estaba sobre ella, la misma que había usado durante casi toda su vida y que su padre le había regalado al cumplir la mayoría de edad. Estaba rota, sucia y maloliente, pero cada mancha, cada diferente aroma, cada agujero tenía su historia. Chiquito se la quitaba, la respiraba y la miraba, y así los recuerdos volvían a él como algo mágico. Todos los buenos momentos de su vida se unían para dibujarle una sonrisa en el rostro. Y él contagiaba de esa felicidad a todos los que veía y a todos los que saludaba, sosteniendo la boina y diciendo: “¿Cómo está usted?”.
Muchos se preguntaban cómo un hombre que había sufrido tanto como él podía ser tan feliz. Su hija y sus nietos habían muerto en un accidente. Chiquito lo sufrió y todos en el pueblo fueron testigos de ello. Y luego, poco a poco, sus mejores amigos también fueron desapareciendo. Lo único que tenía en el mundo era a su esposa, Matilde, quien no era particularmente una agradable compañía. Pero el verdadero hogar de Chiquito eran las calles del pueblo y el club donde jugaba a las cartas y bebía algunas copas.
Si bien Matilde tenía muy mal carácter, Chiquito la quería y la necesitaba. Sin ella le hubiese sido imposible superar las desgracias que lo habían azotado en los últimos años. Y ella también lo quería, aunque sus sentimientos eran opacados por los frecuentes gritos y rezongos que le dirigía, sobre todo con respecto a la boina y al estado en que ésta se encontraba. “¡Deberías tirarla! ¡Es un asco”, le decía Matilde casi a diario. Y él le espetaba un desafiante: “Jamás”.
Cada tarde, cuando Chiquito dormía la siesta, Matilde terminaba con las tareas del hogar. Pero hubo un día, uno muy gris, en que él decidió dejar la cama una hora antes de lo acostumbrado. Con dificultad, y sin molestarse en ocultarlo, se incorporó y se dispuso a vestirse. Mientras lo hacía, observaba por la ventana a Matilde lavar la ropa en el patio. Ella se dio cuenta y le dedicó una simpática sonrisa, demasiado simpática según consideró él. Los ojitos de Matilde tenían un brillo inusual e inquietante, pero de seguro se trataba de alguno de esos estados de ánimo pasajeros que en ocasiones le afectaban.
Una vez vestido, Chiquito se dirigió hacia el lugar donde usualmente colgaba su boina. No estaba. No, no podía ser. Él siempre la dejaba en el mismo perchero. Tal vez se hubiera caído. Recorrió la habitación, se inclinó e incorporó tantas veces como sus delgadas y débiles piernas se lo permitieron. No estaba.
“Matilde”, llamó a gritos una y otra vez hasta que la mujer se hizo presente. “¿Dónde está? Mi boina, ¿dónde está?” Nuevamente ella tenía esa extraña expresión de picardía que le hizo temer lo peor. El solo hecho de imaginarse las posibilidades aceleró su corazón casi hasta una taquicardia. Escuchó las palabras de Matilde con resignación y en silencio: “Te quería dar una sorpresa, pero te levantaste temprano. Se está secando afuera. La lavé y quedó como nueva. Sólo me falta coserle algunos agujeritos”.
Chiquito corrió hasta el patio, como si de ello dependiera su vida. Allí estaba la boina, goteando, limpia, reluciente y con aroma a jabón barato. Él no dijo nada, pero sus facciones se contrajeron en la más horrible expresión de tristeza y dolor, mientras veía los recuerdos de toda su vida escurrirse gota a gota hacia la alcantarilla. Matilde lo contemplaba desconcertada, sin siquiera imaginar lo que había hecho.
Y poco después de ese día gris y desgraciado, los ojos y la sonrisa de Chiquito se hundieron más y más hasta ahogarse en ese mar de arrugas que era su cara. Nunca volvió a usar la boina. Recorría las calles con la mirada sombría, triste y fija en el suelo, mientras el viento se burlaba de sus escasos y blancos cabellos. Chiquito nunca más habló con nadie. Sin la boina, su mente cansada ya no pudo recordar lo que había sido su vida, ninguno de los momentos felices que había vivido. Y sólo le quedaron los recuerdos recientes y desgraciados de los últimos años, las muertes y fatalidades que hubieran destruido a cualquier hombre.
Y así lo hicieron. Pero aún hoy se dice en el pueblo que, en el camino hacia la muerte, él encontró todos sus buenos recuerdos. Y que ya nunca se marchó, sino que sigue recorriendo las calles del pueblo, sonriente, con los ojitos brillantes y usando la misma boina rota, sucia, maloliente…
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Publicado en la revista Tinta Fresca, del diario La República, el 6 de mayo de 1999.